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BRYAN HEREDIA Y EL MAGMA DE LA PINTURA

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Dentro de las corrientes pictóricas del siglo XX se acostumbró a atribuir a la pintura, por buena parte de los artistas dedicados a buscar en las formas de la materia, ciertas propiedades que quizá convenían a una tendencia naturalista, en el sentido de comprender que la pintura no estaba destinada únicamente al espacio en blanco que actuaba como soporte, sino al empleo de elementos aparentemente extraños al arte que tomaban posición en ese lugar formalista y estructurado, como si ese lugar neutro fuera un campo en expansión. Este era el caso de muchos artistas que se emplearon a fondo en esta inserción de la materia, desde los experimentos dadaístas, hasta los cubistas, pasando por técnicas como el collage, etc. Ciertamente, no era una cuestión descubierta por las vanguardias. Podríamos pensar en las pinturas rupestres, en obras que incorporan materiales humanos como cabellos y secreciones corporales, también en el caso de los mandalas pintados con arena o cualquier otra manera de expresión que utilice cualquier elemento que por sus cualidades propias sirvan al artista para expresar, mediante esa alquimia de la materia y la forma, lo que se le aparezca. Los pintores materialistas llegaron a atribuir, a estos ingredientes que aparecen en sus pinturas, cualidades que iban más allá de lo físico, para dirigirse a materias tan evanescentes como el espíritu, el alma y un cierto tono panteísta que parecía alejado de la presencia propiamente física de los elementos utilizados. Eran momentos en los cuales el arte de la pintura dependía directamente de una especie de destrucción del plano pictórico para señalar que la pintura era realmente un cuerpo vivo, como mostraban las rasgaduras y destrucciones que infringían desde los distintos soportes utilizados. Se rompían las telas, dejando entrever un interés más amplio, dirigido a saber qué era lo que estaba en los pilares de un arte que parecía retornar a aquellos espacios inspirados por las pinturas rupestres, donde el propio soporte y estructura eran las propias paredes de una caverna. Resulta sorprendente que se acaben de descubrir en el Mediterráneo, en la cueva de Gorham (Gibraltar), los restos de lo que parece ser un grabado realizado por los neardentales hace 40.000 años atrás. Los estudiosos llevan estudiando las diferencias con el homo sapiens desde hace tiempo, desde ciertas discusiones bizantinas que consideran la pertinencia de valorar si el interés estético correspondía a un impulso entre lo abstracto o lo simbólico. A pesar de este debate, lo cierto es que se revela una capacidad innata, en esa especie de juventud del hombre, que se ha querido arrogar a estos artistas con un cierto desdén, semejante al que aplica una mirada racionalista sobre aquello que se le escapa o que desconoce. Lo cierto es que los estudiosos han considerado que esas incisiones, recordando de algún modo al juego de las tres en raya, tienen una intención representativa y simbólica, esto es, abstracta, posibilitada por una intención que lleva a pensar en aquellos artistas que, como el argentino Lucio Fontana, buscaban más allá de la materia y la tela para enfrentarse con la pulsión por la interpretación de la materia física. El caso de Bryan Heredia está relacionado con esa pulsión que quiere encontrar los límites matéricos de la estructura pictórica, volcada en encontrar un magma donde se entrecruza lo material y lo formal en una suerte de figuración ya poética, ya abstracta, donde la manera de devenir cuadro es cuestión de vida y experiencia. Podemos comprender que no se trata simplemente de llenar la tela a base de color, inundando los planos sin dejar nada vacío, sino de llegar a metaforizar sobre la propia historia de su vida, teniendo en cuenta que la juventud es pasajera y transitoria. Es quizá ese arrojo el que le ha llevado a comprender la pintura desde un paradigma vitalista, considerando que alcanzar una metáfora es el impulso que lleva de regreso a una tierra de ninguna parte, como ha de ser esa busca interior del origen de uno mismo. ¿Cómo podemos comprender que un rastro de pintura sobre una tela sea capaz de originar una comprensión de un mundo aparentemente caótico y ausente? Un magma informe que configura esta serie pictórica titulada genéricamente como Ex Malo Bonum -que puede traducirse como “no hay mal que por bien no venga”-, hace referencia al largo periodo de doce años alejado de las raíces ecuatorianas del propio artista. No ha de sorprender que ese carácter distante y lejano de la propia vida sea en este caso el origen inasible de una pintura dirigida a una exploración que se demora entre lo que aprendemos como sujetos y la experiencia de una metamorfosis. Ese mismo trayecto que enciende la materia de la pintura se establece como una suerte de puente hacia lo irrepetible, como ocurre isomórficamente con la propia experiencia vital: “Mi objetivo principal –afirma Bryan Heredia- es que estas pinturas ayuden a sentir, contando con la presencia del espectador, siendo libre de ver e interpretar lo que su contexto sugiera. De esta manera, trato de aunar esta empatía con mi propia manera de liberarme de ciertos límites y condiciones. Esta capacidad de decisión es también saber de la incertidumbre de un instante, en el cual esperas a la vez todo y nada”. Esta comprensión del espacio de la pintura como un lugar de decisión es lo que ha conducido a Bryan Heredia a considerar la pertinencia de enfrentarse, mediante una gran masa viva de color, a ese descubrimiento de la potencia que posee la pintura. Títulos como “Separación”, “Paraíso con naufragio” o “Marco de la vida”, hablan de esa dirección que toma su pintura al ser consciente de la validez de dar un cierto grado expresionista, en el sentido de sacar hacia afuera, toda una revelación relacionada con su propia trayectoria. Esta apertura, identificable con ese viaje de retorno, plantea también una pregunta tradicional en cierta pintura de la fuerza y el cuerpo. Esa capacidad metafórica de este conjunto de pinturas, adivina también cuáles son los registros de Bryan Heredia: una composición donde se cubre con grandes masas de color, la adaptación de un imaginario abstracto capaz de concretar esa distancia con el origen y una sensible patencia por adecuar el sueño a una materia simbólica, a través de la añoranza de un hipotético paraíso perdido. La masa pictórica que ofrecen sus pinturas es una prueba de cierta danza imaginaria que permite ser consciente del universo que aparece en su origen. Es la exaltación del color mediante giros y cambios fortuitos, una acumulación de rastros que bien podrían ser una herencia de un expresionismo conceptual situado como eje de sus grandes pinturas. Por otra parte, la posibilidad de alcanzar un habla fragmentaria, donde venir a encontrar un origen inasible que corresponde al encuentro de un magma pictórico en crecida.

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José Luis Corazón Ardura

Curador de la exposición Ex Malo Bonum

Museo Pumapungo

Cuenca - Ecuador

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